martes, 25 de marzo de 2014

Amputadme la empatía


Cuando exista una expresión que represente mejor que "hasta el coño" el sentimiento de estar hasta el coño, avisadme, y salvadme el glamour que hoy pierdo entre la eñe y demás teclas. 

Intentando reflexionar sobre los estados anímicos, la depresión de los domingos, los problemas de comunicación, los estilos pasivo-agresivos y alguna que otra mierda que dice Bucay y Coehlo en fotomontajes de chicas mirando al vacío, me doy cuenta de que estar hasta el coño es un padrenuestro emocional. Será por ser mujer, por subnormal o autoexigente, será porque de pequeñas no nos dieron muchos besos, o porque lo que nos dieron fue una pedrada en el corazón, un día decidimos pensar que entender el por qué la gente hace lo que hace tiene más ventajas que inconvenientes. Y, ay almas de cántaro, AY.

Yo a veces rezo por que me amputen la empatía. Y poder mirar a los ojos a los mascotas sin dueño, enfadarme sin sentir culpa y al menos así poder identificar ese punto medio entre lo que necesito y lo que debería necesitar. Porque es que yo no me aclaro,  no me encuentro. Y al final es a mí a la que no sé entender.

Y es que entender al otro a veces es más jodido que no entenderlo, aunque para escribir esto trate los preceptos de la inteligencia emocional como un calcetín sucio. Que me digan a mí y al overbooking de psicópatas en el mundo, por qué ellos y la gente egoísta al final se llevan el top 3 de éxitos laborales, satisfacción vital y el menor índice de estrés y cáncer. Y encima tienen el pelo bonito. 

En serio, que me amputen la empatía. Porque entonces, encontrar el fundamento de mis necesidades será más fácil que lo que ahora para mí parece una jodida Gimkhana de la Once, cuya única compañía es de perros callejeros que te miran como niños de unicef y gente que hace el perro porque mover el rabito es mucho más fácil que ayudar a otros a levantarlo. Que me amputen la empatía, en fin.

Porque el puñetero drama de la sensibilidad, al final no es tener los días impares el corazón roto, sino aguantar con tu corazón roto esa mierda de entender al otro hasta el punto de culparte a ti misma por tener ganas de llorar. Menuda pequeña jodida mierda. 

jueves, 22 de agosto de 2013

Enamorrndnncmdkdkjdjdjd

Hay personas que durante toda su vida se especializan en sobrevivir sin ser queridos. Sin sentirse queridos o serlo así tal cual, a lo loco. Y el caso es que, cuando llega alguien que los quiere así igual un poco, paradójicamente, su mundo se descoloca y se vuelven animalicos indefensos ante un mundo mucho más terrorífico del que conocían hasta entonces. Ratillas que pasan de un laberinto a un Marina d'Or. Ornitorrincos en una peluquería. Fans de la Pantoja en un puto Dcode.

Y sienten que su autosuficiencia peligra, su corazón pierde el alicatado con el que cubrieron su pared. Sienten eso de tener miedo a que el otro se muera, pille cáncer, frío por las noches y toda la pesca. Sienten eso de querer hacer cosas con el otro,  dormir, ir al Lidl, al Tívoli, a Cuenca. Sienten eso de sentirse adolescente en un capítulo de Sensación de Vivir. Sienten eso de lo que viene siendo querer matar a todas las zorras que quieran acostarse con él o le toquen el pelo. Lo típico.

En fin. Toda esa bonita mierda.


miércoles, 24 de abril de 2013

El fin de las tetas pequeñas



No puedo evitar sentir como el que está luchando en Vietnam (aunque yo nunca he luchado en Vietnam) al ver cómo, una a una, todas las tetas pequeñas que conozco van desapareciendo a mi alrededor. Pobres tetas pequeñas, me digo yo, que terminan en los álbumes de fotos que se hacían sin filtro, escondidas junto a las plataformas y cintas de cassette, borradas de Facebook (si no había un jersey gordo que las disimulase) o metidas a la papelera de reciclaje junto a las películas que ya has visto y las fotos porno que te da vergüenza tener.

Pobres tetas, me repito. Pobre de lo pequeño que pierde gracia. Pobre de todo aquello que se ve pisoteado por las modas, los trendic topic, por lo mainstream (que todavía no sé lo exactamente ni lo que es). Pobres de los sujetadores talla 80 que se quedan en el bidón de Madre Coraje esperando ser cogidos con pena o encontrando otras tetas pequeñas que les den un futuro mejor.

Y es que no puedo evitar sentirme como la que está en un colegio de chicas (aunque yo nunca he ido a un colegio de chicas) y ve a sus amigas cantando la última de las Spice Girls, y ella ni quiere cantar ni quiere escuchar a las Spice Girls porque piensa que las Spice Girls son muy ridículas y muy putas y en el fondo sus compañeras de clase lo son mucho también y se queda en el recreo sola escribiendo en un cuaderno sobre la falta de valores adolescentes en los colegios de pago al final de la EGB.

Así que me da como pena sentir que, cuando llega el verano, cada vez más de mis amigas parecen azafatas de Valerio Lazarov. No puedo evitar buscar a mi amiga detrás de esa mamachicho, queriendo gritarle a sus tetas ¡devuélveme a mi amiga!, mientras bajo el sol las miro y me pierdo en el vacío absoluto con el que me comía el bocadillo en el recreo y pensaba que, en el fondo, no ser guay era más guay que serlo. Me ensimismo en el (ahora) canalillo de lo que antes veía como unas tetas personales y en la actualidad observo como dos bolas con las que gastar botes de aceite Johnsons y rellenar los modelos del Bershka. Y me pregunto: ¿dónde quedó el inconformismo? ¿dónde la seguridad en ti misma? ¿dónde la resistencia a los valores superficiales? ¿dónde? ¿dónde?? EH???

Y yo en el fondo me siento mal. Me siento fatal. Y no porque tenga las tetas pequeñas y mi único recurso para tener canalillo sea abrazarme fuerte juntando los codos. Porque A VER, hostia, arriba la libertad de expresión, de operación y de “quiérete mucho a ti mismo delaformaquetesalgadeloscojoneshacer", ¿no? Que quien no quiera cambiar su cuerpo que tire la primera faja. Que juzgar es más feo que las tetas pequeñas (y que las tetas grandes también).

Pero la realidad es triste. Las tetas pequeñas desaparecen al mismo ritmo que desaparecen los valores reales que van más allá del postureo, el gafapastismo, o el feminismo de palo. Porque de la misma forma que detrás de una camiseta de Stop Desahucios hay alguien que se supone que defiende  esa causa, detrás de unas tetas de plástico hay otra distinta reivindicación.

Quizá aceptar la diferencia en un mundo en el que todos queremos ser guapos, sea un gesto de excesiva hipocresía. Quizá en el fondo yo de adolescente también quería ser Mel C y cantaba el wannabe. Quizá solo esté decepcionada con cómo gira el mundo. Quizá los verdaderos complejos insolventables los tenga yo. Evidentemente cruzo los dedos, los brazos y codos y, con mi falso canalillo, rezo por seguir siendo fuerte y defender la forma menos fácil de combatirlos.

Pero, EH: mujeres del mundo con tetas pequeñas, no os rindáis. O al final me tendré que operar también yo.

lunes, 22 de abril de 2013

Sobrevivir a la vida



Sobrevivimos nuestro parto, a infancias con aparato y motes de colegio. Sobrevivimos a comer lentejas, a vestir ropa color rosa, a los gritos de mamá. Sobrevivimos a las enfermedades de los otros, a las hombreras y medias de rejilla, a la muerte de nuestra amiga, a que se rompa el router. Sobrevivimos a Jesulín cantando, al divorcio de nuestros padres, a la ruta del bacalao. Sobrevivimos al final de Lost, al 11 M, al 11 S, a los maridos que nos pegan, a Jorge Bucay. Sobrevivimos a Gran Hermano 13, a Splash a Se llama Copla. Sobrevivimos a las albóndigas de Ikea. Sobrevivimos a la puta vida. Y a lo que más nos cuesta sobrevivir es a convivir con nosotros mismos. Porque decidme si el peor atentado no es nuestra puta mente. Esa mala forma de pensar las cosas, que nos hace olvidar que la vida es eso de sobrevivir a todo lo realmente terrorífico que vamos evitando en el camino.

Vivir no es más que evitar la muerte. Esquivarla como te dejen y puedas, mientras dices Ola ke ase a lo que vas encontrando por ahí. Pero nos dictan aquello del sentido de la vida desde que comemos con Espinete, como si todo lo que nos queda por recorrer tuviese un verdadero objetivo. Un porqué. Un para qué. Y yo me pregunto mientras como galletas si el único objetivo es solo sobrevivir. Superar el medio. Porque el fin es superar los medios. Y lo jodido es que esos medios a veces nunca justifican el fin.

Porque dime tú a mí, en según qué casos, si está justificado todo este devenir vital, todo ese pagar hipotecas, ponerte a dieta, saberte los ríos de España, opositar, trabajar, dejar de trabajar, buscar trabajo, actualizar Facebook, seguir buscando trabajo, volver a estudiar, declarar a Hacienda, amar, putear a Bárcenas, desenamorarte, putear a Urdangarín, tener hijos, tener cáncer, tener miedo, tener depresión, estar hasta los cojones, querer tirarte por la ventana, no hacerlo, ver cómo se tiran otros, ver cómo los tiran otros, ver que otros mueren, ver cómo otros viven, sentirte muerto, preguntarte el sentido de la vida, comer galletas… y mientras tanto, por momentos, solo en algunos momentos, tener la sensación de que a veces eres feliz. Y luego decir: no, espera no, feliz no era, me he equivocao.

Que eso, que me pregunto si todo esto de la vida realmente tiene sentido, porque yo lo busco, lo pregunto, lo pido, lo intento hasta comprar. Miro en los bolsillos, en la mirada de un perro, en las bolsas de plástico que se mueven con el viento como en American Beauty, en American Beauty, en el resto de películas, en el amor, en correr, en el sexo, en las drogas, en Leonard Cohen, en las bolsas de pipas, en la nevera, en el tarot, en la India, en alguna aplicación del iPhone, en las fotos de mi comunión. Como un ratón en un laberinto, como un niño en a una gymkhana, y no encuentro el sentido. No.

A veces rezo. A veces rezo para recordarme que quizá cuando nos muramos encontremos una fiesta sorpresa al final del túnel, con Dios y toda la peña muerta, con Elvis y Kenny G bailando suave suave su su suave,  y ya allí nos lo explican todo. Y entonces nos reiremos. Y nos darán palmadas en la espalda mientras decimos: “Ahh, coño, eso era”. A veces pienso eso. Luego termino de rezar y veo que todo sigue igual, y que no me he muerto, no ha venido Dios a verme ni nada. Y que no queda otra que seguir vivo por aquello de que morirse sin venir a cuento no está bien visto y tal. Que la vida es esa fiesta a la que tienes que ir por cojones y si no bailas te jodes, y si te vas a la francesa terminas manchando todo de sangre y quedas muy mal. Y digo: pues qué putada todo, voy a por otra galleta.

martes, 26 de marzo de 2013

Dios no está en los bares

El otro día, un hombre con alto grado etílico, en el típico bar de hombres con alto grado etílico, se dirigió a mí para hablar de Dios. Y yo, le escuché. Y también hablé de Dios. 

Me gustan esos bares. No los frecuento, aunque admito que disfruto cuando, por la razón que sea, entro a tomarme un vino y una tapa sentada en una barra con hombres que me miran como si fuera una muñeca y hubiera caído en el sitio (y también un poco en el mundo)  por equivocación.

Me gustan esos bares, digo. Y me gustan esos hombres. Me gustan no como la que se los quiere llevar a casa, sentarlos en el sofá o meterlos en cama. Me gustan porque me parecen una muestra de autenticidad y un ejemplo de que Dios es la Mercedes Milá de un Gran Hermano magnífico, que nunca nos paramos a observar desde dentro. Desde esos bares. Desde esas banquetas altas donde se suele hablar de Dios.

Me gustan esos bares, decía. Y me gusta también hablar, más aún de Dios. Ese hombre, agarró el tema de Dios como el que saca un libro de Dostoievski y lo deja caer en medio de un quiosco. Como Tarantino poniendo encima de la mesa una pistola en medio de una cafetería donde suenan de fondo  los Beach Boys.

Con su ceroconmuchos  grados de alcohol en sangre, este hombre abarcó a Dios con la falsa grandeza que te otorga el whisky Dyc a las cuatro de la tarde, agotando a los cinco minutos todos  los pasajes de la Biblia con los que teorizar sobre la vida, su sentido y su sinrazón. Pero en el minuto 6, Dios pareció dejarle de lado, y se quedó con su mirada perdida en la barra, su ineficacia en la pronunciación  de sílabas y su vaso de tubo orientando el pulso de su mano. Como un niño que, queriendo jugar con los mayores, se da cuenta demasiado tarde de que a lo mejor hubiese sido mejor que le hubieran dicho que no. Dios le dejó en el banquillo, pensé.

Me quedé con él, hablando de otras cosas. Más mundanas. Más de estar por casa. Hablar de Dios es primera división, pensé también. Hablamos de los hijos. De su mujer. Hablamos del alcohol. Y pensé y no le dije que creo que Dios es ese árbitro que nos saca la roja sin saberlo. Que el banquillo es un sitio lleno de copas, drogas, heridas y vacuidad. El banquillo de Dios está lleno de personas que no saben jugar a la vida, que les queda grande y buscan refugio. Y terminan en sitios como ese bar.

Lo pensé y no lo dije. Pero le miré con la empatía con la que te mira el fisio que sabe que tienes una lesión que va a retirarte. Y le miré también obviando que lo que bebía y le ahogaba era su whisky Dyc. Y ahí, en el minuto 17, también sentí que el que nos miraba a nosotros puede que fuera Dios.

Pero Dios no está en los bares. Y si lo hace no se sienta, ni bebe whisky ni habla de sí mismo. Dios es entrenador y árbitro. Y muy listo y muy cabrón.

Pues eso.

lunes, 18 de marzo de 2013

La vida se hace bola

A mí es que la vida se me hace bola.


Me acuerdo de mi primo el pequeño. En casa de mis abuelos, a la hora de comer todas las miradas se centraban en él con angustia. Comiese lo que comiese sus mofletes se llenaban de materia infinita y, por blando que fuera lo que había en el plato, por pequeño que fuese el trozo llevado a la boca, todo lo que masticaba, por arte de magia, se hacía más y más grande, mi primo se convertía en un hámster y todos le miraban con angustia y desesperación, animándole a tragar aquello que por bueno que estuviese adquiría un sabor traumático a los ojos de todos los que le animábamos a deglutir. Un coñazo de comida. Un espectáculo. Un horror, vaya.

Y es que a veces la vida también se te hace bola.

Y hay realidades que no se pueden masticar. Hay realidades que la vida te las mete en la boca y te obliga a tragar mientras te pregunta cosas, te da palmadas en el pecho o te obliga a decir "Pamplona". Hay cosas que uno vomita y se tiene que volver a tragar, así en plan perrico por hambre o porque alguien le ofrece dinero por hacer esa asquerosidad. Hay realidades que parten los dientes y luego tienes que recogerlos por el suelo y sonreír. Y después, hay realidades muy simples como las que le daban a mi primo, realidades tan fáciles como los fideos, que en determinados momentos también se te hacen bola. Y entonces, te observas a ti misma, ahí, dándole vueltas a la sopa de letras, formando y teorizando palabras, masticando el caldo y diciéndote a ti misma: "lamadredelcordero, traga ya de una vez". Con la garganta bloqueada de tu propia presión. Y ganas de escupirlo todo y decirle a la vida: estoyhastaelmismísimodenopoderelegirloquequierodecomer.

Pero en fin. Mi primo el cabrón aunque fuese viendo los dibujos, con toda la familia mirando en plan jurado de Splash, o con un petisuis puesto delante del plato a modo de zanahoria al final del camino, al final, al final, tragaba. Y nosotros, pues mira, también.

Que si la vida te pone lentejas aquí no te equivoques, que no las dejas. Y lo único que te queda es acostumbrarte desde el principio a sentarte, poner buena cara, echarle ketchup a lo que no te gusta y en la medida de lo posible nunca dejar de masticar. Y empujar la bola aunque sea con gintonics.  Que en la cocina solo entra Dios. Que Dios es esa madre que no se quita el delantal nunca. Esa que con los restos de todo hace croquetas. Y que aquí el que no traga, muere, de hostias, de pena o de inanición.

Pero qué queréis que os diga, hoy yo es que no tengo ketchup, no veo el petisuis y no tengo tele. Y a mí es que la vida se me hace bola.

jueves, 7 de marzo de 2013

HOLA



Un año y medio después: Hola. Una vez alguien me dijo que cuando uno empieza algo ya tiene la mayor parte del trabajo hecho. Y yo con un hola empiezo más o menos todo. Con un hola y poniendo ojitos. Así que, nada: Hola.

Un año y medio después me siento aquí delante y reflexiono sobre lo que me hizo dejar de sentarme aquí delante. Y volviendo al post anterior, sobre los miedos y el tic tac y los tiempos y todoesesermónqueosechésuperbonitoyverdaderoyauténticamenteimportante, pues todo eso que dije, me lo pasé por el forro. Básicamente. (He intentado buscar sinónimos para “forro” pero comprenderéis que era peor el remedio que la enfermedad).

Total, que me doy cuenta de que dejé no solo de publicar sino de escribir cosas porque me entró un ataque de inseguridad en mi aptitud narrativa y  una ola de pudor y autocensura basada en el soberbio axioma de “si no lo haces bien, no lo hagas”. Porque claro, yo no soy escritora. De hecho, no sé lo que soy. De hecho, no sé si soy algo. Pero, de hecho: ¿es que alguien lo sabe?

Pues eso, la inseguridad. Y esa inseguridad sobre la propia competencia viene de mano de personas imaginarias que se ponen en miniatura en tu hombro y te susurran: “Quilla, ¿qué haces? / Pff valiente porquería que estás haciendo… / La mediocridad hay que erradicarla del mundo. / Y tú quieres escribir? / Y bla bla bla”. Personas que en un momento dado de tu vida te muestran una manera de entender el mundo basada en unos rígidos criterios de lo correcto y lo incorrecto, de la calidad y la mediocridad, de lo que es o no talento... que identificarás por su capacidad de deslumbrar al personal con su uniforme de seguridad en sí mismos y de provocar en quien les escucha una sensación de volverte más insignificante que un trocico de pan en el catering de la boda de Alfonso de Borbón.

Esa gente a veces levanta grandes imperios y provoca modas, religiones, ideales o genocidios. Pero, ¿realmente hacen bien lo que hacen? ¿Realmente el éxito o reconocimiento que tienen está ligado a su competencia? ¿Realmente es importante tener competencia en algo para hacer lo que te salga de los cojones? ¿Realmente cuando haces lo que te sale de los cojones tiene derecho alguien a decirte lo que le sale de los cojones? Sí. Puede. No sé. Yo qué sé.

El caso es que yo he vuelto a escribir. Con mi teclado con restos de pipas. Con mi pijama de Hello Kitty. Con mi complejo de que el mundo es demasiado hostil para mi falta de talento y fragilidad. Y vuelvo a escribir porque al final me he pasado por el forro lo que determinadas personas imaginarias me dicen por encima de mi hombro. Porque en el hombro también se queda la caspa y porque hasta la caspa tiene derecho a caerse y escribir lo que le dé la gana. Porque si todos hiciéramos solo lo que se nos da bien hacer, el mundo sería un lugar lleno de Ristos Mejide señalando con el dedo, y porque al final de lo que se trata es de tolerar que uno nunca podrá ser ni hacer nada perfecto. Que la mediocridad es una genialidad, según la escuadra y el cartabón que la mide, y que estamos en el mundo para hacer, con todos los respetos, loquenossaledeloscojoneshacer. Y a mí lo que me sale es esto.